viernes, 30 de septiembre de 2011

Huyendo como las ratas

Las mañanas son mi "espacio particular" en casa. Resulta que me levanto la primera. Eso me permite, a pesar del madrugón, desayunar y ducharme tranquilamente. Además, quizá porque  las tardes con los niños son enteramente mías, reconozco que me encanta la sensación de salir de casa sin tener que haber estado pendiente de coger pañales, vestir a uno, cambiar al otro, mirar si hay agua y leche para el biberón en la bolsa, coger chaquetas y todas esas cosas que hacemos las madres antes de salir de casa.

Por eso, cuando ando trasteando por el pasillo buscando el bolso, o en la cocina llenado el tupper de la comida, procuro hacer muy poquito ruido, no sea que alguna de las "fierecillas" vaya a despertarse. Eso supondría, no sólo dar al traste con mi horario preestablecido para salir y no llegar tarde, sino tener que calmar, coger o dar agua a alguno de mis retoños que ya harán difícil la tarea de irme al trabajo tranquila y ajena a todo.

Esta última semana, Juan, el pequeño, está cogiendo la costumbre de despertase justo cuando yo voy a enfilar para la puerta. La verdad es que el enano tiene un despertar de lo más agradecido. No llora, ni nada, y sólo empieza a parlotear, a coger muñecos o a cantar hasta que alguien decide hacerle un poco de caso. En ese momento, saca la mejor de sus sonrisas para pedir que lo cojas. Yo, sabedora de esta costumbre, me enfrento cada día a un dilema: ¿me acerco a darle un beso rápido para que venga papá recién salido de la ducha a cogerlo o me escapo como las ratas porque sé que lo del beso rápido es una quimera?

viernes, 16 de septiembre de 2011

Hemos tenido una radio

Todos los padres asisten con emoción al momento en que su retoño comienza a decir sus primeras palabras. Es a la vez emocionante y gracioso observar como el niño o la niña va hilvanando las frases cortas, cómo se refiere a las cosas con nombres inventados, el tono de voz que emplea... Recuerdo que Alejandro comenzó a hablar muy tarde. Quitando los "papá", "mamá", "agua" y "Ayo" -para referirse a él- no decía mucho más. En aquellos días siempre teníamos la coletilla de que "seguro que cuando empiece a hablar, no va a callarse".

Ilusos. Qué razón teníamos y qué poco pensábamos en los "dolores de cabeza" que nos iba a traer la verborrea del niño. Porque sólo faltó que la matrona, en la sala de partos, nos dijera: "Enhorabuena, han tenido ustedes una radio". Una vez que empezó, el niño no calló. Ahora habla continuamente y tiene temas recurrentes que terminar por irritarme sobremanera, como las taladradoras, las motosierras para cortar los árboles, los carpinteros, las excavadoras (de pala, de palo y de uña), las herramientas, los bomberos, los guardias civiles, los policías... Además, da igual por lo que le preguntes que, al final, se las apaña para "hablar de su libro" y tirar por dónde más le interesa.

Me imagino que esto será igual en todos los niños, pero llega un momento, casi sin que te des cuenta, en que en casa sólo habla él. Poco a poco ha ido monopolizando los tiempos de las conversaciones y el otro día fui consciente de que, cuando estamos todos, casi no tengo charlas "serias" con mi marido. Por mucho que le instamos a que "cuando hablan los mayores no se interrumpe", el problema llega porque el enano -qué listo- siempre nos coge la delantera... ¡y cuando empieza a hablar no hay quien le pare!

Pese a todo lo dicho, el otro día asistí a una imagen que me hizo pensar mucho sobre esos momentos de hartazgo en que los "mira mami" me taladran los oídos -que nadie piense que soy una sádica, pero prueben a estar escuchando durante una media de tres horas "mami, mami, mami, mami"... -. Estábamos en un restaurante y en la mesa de al lado había una familia tipo: padre, madre y dos hijos preadolescentes. Los padres miraban al frente, los hijos estaban enganchados a sus teléfonos de última generación. Ninguno hablaba. Viéndolos me di cuenta de que tenía mucha suerte al estar escuchando todo el día a mi hijo, aunque a veces tenga que rogarle que se calle.