Y sí, le sigo llamando "bebé" cuando le despierto y le sigo cogiendo como cuando lo amamantaba. Le sigo dando esos besos tiernos que no es que le niegue al mayor, ojo, pero que sólo se dan a los niños cuando son muy pequeños. Le sigo poniendo el chupete para dormir y sigo dándole el placer de darle un biberón a media noche, aunque sé que es más por costumbre malsana que por hambre. Le sigo acariciando la cabeza como cuando era un recién nacido y le sigo dando de comer a veces, aunque ya sabe hacerlo solito. Dejo que se me abrace como un koala cuando sale de la bañera y me quedo más rato del necesario abrazándole envuelto en la toalla... recordando el aspecto que tenía cuando le vi la carita por primera vez.
Juan, por el contrario, ya empieza a zafarse y prefiere correr, a mis abrazos. Ya nos habla bastante bien y me mira con esa cara de pillo cada vez que sabe que ha hecho algo que no está bien. Se adelanta a mis posibles enfados diciendo "mamá, mamó" porque sabe perfectamente que cuando han sobrepasado el límite y empiezan los dos a decirme "pero mamá..." yo les contesto, "ni mamá, ni mamó"; y así me arranca una sonrisa con casi toda seguridad, aunque a veces tenga que esconderla. Imita a su hermano a la perfección y le tiene como referente en todo: habla como él, se mueve como él, grita como él y le seguiría hasta el infierno si hiciese falta. Vamos, lo que haría cualquier niño que ya quiere campar solo y descubrir lo que el mundo tiene que ofrecerle.
Y yo, aunque a veces me resista a ello, reconozco que disfruto una barbaridad viendo todos sus progresos, sus filias, sus fobias, cómo se expresa y cómo demuestra sus afectos e inquietudes. Ciertamente es una pena verles crecer tan rápido, pero también es una gozada poder vivir toda esta evolución en directo. Aunque se nos hagan mayores, aunque nos hagan mayores.